miércoles, 24 de marzo de 2010

Esos ojos.

Cuando llegué al hospital, las piernas me temblaban. Cuando mis padres me dijeron que íbamos al hospital a verla ya sabía por qué. Era la última vez. Con timidez entré en la habitación. Aunque había pasado toda mi infancia en aquel hospital, todavía no me acostumbraba a aquella atmósfera deprimente, a aquellas habitaciones frías llenas de instrumentos extraños, llenas de gente que comparte desesperanzas y fatigas. Pocas sonrisas se encuentran si no estás en la sección de neonatos. Esta vez no fue diferente. Metí las manos en los bolsillos para que no se me viera flaquear, y traté de saludar de la manera más natural posible. Allí estaba ella, acostada bajo unas sábanas de un color blanco y frío que parecía que la engullían, tan poca cosa. No podía moverse. No podía hablar. Pero podía mirar. Dos ojos abiertos, muy abiertos, que lanzaban al cielo un grito, una plegaria, que tenían miedo, terror de lo que iba a pasar, de lo que estaba perdiendo. Dos ojos que querían hablar, que intentaban decir algo, pero que no podían. Dos ojos que me miraban fijamente y muy abiertos. Dos ojos que se me clavaron para siempre en la memoria. Quería decirme algo. Yo, cobarde, no le dije nada. Bajé la mirada, rocé su mano, y salí de la habitación, con el rabo entre las piernas.



Lo siento, pero tenía que vomitarlo, me estaba comiendo por dentro.

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